martes, octubre 14, 2014

Conejo Blanco

“- ¿Cuánto es para siempre?
- A veces, solo un segundo.”
       

         Charles Lutwidge Dodgson


Nunca creí esa historia que me contaste cuando frente al espejo dejaste caer aquella pálida sábana que transparente bajo la luz del atardecer, mostraba todo aquello que el cristal no podía.

¿Comen murciélagos los gatos?

Me preguntabas, y me dejabas escribir poemas sobre el lienzo exquisito de tus senos.

Poemas, que luego tomaban extrañas formas cuando al morir la tarde,  robabas mi aliento y me desvanecía embriagado en el extraño ritmo del vaivén de tus pechos.

Entonces corrias al espejo  y contenta,  admirabas las figuras que mis poemas habían formado sobre tu trémula  piel.

Yo contemplaba en silencio  la extraña simetría que tu cabello negro  formaba con tu cuerpo desnudo.

Entonces te preguntaba:

¿Quién... eres... tú?

Y respondías al enigma diciendo:

-No lo sé. He cambiado tantas veces que ya no lo sé. -

Nunca creí esa historia que me contaste, aunque sacaras un conejo blanco de tu cartera y lo hicieras desaparecer por tu nariz mientras decías:

¿Por qué se le puede hacer tarde a un conejo?

Nunca creí esa historia que me contaste, aunque sacaras una daga de tu cartera y la deslizaras sobre tus cuello mientras gritabas:

¡Alicia despierta! ¡Por favor despierta!

martes, enero 07, 2014

La Maison des Anges

La fila de antiguas casas formaba una calle sin retorno  que limitaba con el antiguo cementerio colonial. Al final de la calle se alzaba la Maison Des Anges  cuyo techo decadente podía verse desde el inicio de la calle  por el transeúnte que se aventuraba en ella.

Era una casa de dos pisos, sótano y  un patio posterior que terminaba en un barranco.

Una sucia pileta reinaba en el centro del patio,  estaba llena de hojas podridas que formaban una hedionda masa putrefacta donde  en sus mejores días debió correr agua cristalina.

Los vecinos de la Maison Des Anges eran sombras que sorprendidas y temerosas espiaban por las ventanas cuando La Roque se mudó al vetusto lugar.

El interior de la casa estaba decorado por un decadente papel tapiz cubierto de moho y humedad, sus altas paredes estaban coronadas por un techo recubierto de oxidado latón decorado por un altorrelieve popular en las casas del siglo XIX.  En el altorrelieve, figuras de ángeles  se mezclaban con el óxido dándoles  una inquietante apariencia.

La Roque instaló sus efectos en el sótano. Tan pronto pudo, examinó la pared colindante con el cementerio y su cuerpo se estremeció al escuchar un espacio hueco del otro lado.

Al derribar  el muro descubrió  una puerta,  cuya llave estaba entre sus pertenecías. Con cautela  giró el cerrojo  y con mucho esfuerzo abrió la puerta. Un aire fétido  llenó el sótano, La Roque no pudo soportar la pestilencia  y vomitó.

Caminó con temor por el túnel que estaba detrás de la puerta. Un descendente camino serpenteante  le llevó a una cámara dispuesta como un antiguo laboratorio de alquimia en cuyo centro un enorme pilar de mármol unía el techo con el piso. 

En uno de los extremos del pilar,  el hermoso rostro tallado de un  ángel miraba a una sucia mesa donde varios iconos religiosos estaban dispuestos.

La Roque se  apresuró a iluminar el lugar disponiendo cirios sobre la mesa. Bajo la luz de los cirios, notó que la mesa era un altar donde  un vacío portalibros esperaba. Sus manos  temblaban mientras sacaba de uno de sus bolsillos un pequeño libro. Su cubierta era de cuero y tenía quemado un angelical rostro similar al tallado  en el pilar de mármol. 

Con una pequeña daga dibujó en su mano izquierda el nombre del ángel cautivo en el pilar de mármol y dejó que su sangre cayera sobre el rostro quemado en el libro.

Entonces empezó a recitar un monótono cántico cuyo murmullo se extendió por aquella caverna.

ELOM  DENA  EVOL DAGUM
MON DENA  EVOL CERAT
SA  DENA  EVOL RAH
ELOM  DENA  EVOL DAGUM

El rostro del ángel del pilar tomó  un malsano rubor que pasó inadvertido para La Roque que había caído en un profundo trance mientras repetía aquel infernal mantra.

Un escalofriante gemido se escuchó en las entrañas del pilar, cuando la boca del ángel cautivo se abrió y una nube interminable de hediondas y verdes moscas colmó el lugar.

La Roque despertó sobresaltado y tomando el libro corrió tan rápido como pudo hacía  la salida del túnel donde la pesada puerta le esperaba cerrada.

Buscó la llave entre sus ropas cuando con un escalofrió recordó que la había dejado colocada en el cerrojo del otro lado de la puerta.

Las moscas llegaron hasta el, y asqueado sintió como aquella palpitante nube entraba por su boca devorando su cuerpo por dentro hasta que solo su piel sángrate cayó vacía al suelo.

viernes, enero 03, 2014

El abismo celestial

"Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito..."
H.P. Lovecraft

El frío en el atico se tornó insoportable cuando leyó el último cántico.

Los cirios que marcaban los limites de las sombras titilaron y un fétido aroma impregnó la habitación.

Entoces supo que su llamada había sido escuchada.

La oscuridad en la habitación se tornó cada vez mas densa hasta convertirse en un sepulcral vacio estelar.

Leyó con dificultad la última linea del conjuro de protección, cuando un gélido viento apagó la luz de las velas dejándolo ahogado en un mar de tinieblas.

Sintió como las sombras le arrastraban hacía los confines del universo, donde la luz  de millones de estrellas muertas se pudre y cae hacia el abismo mas allá del espacio y del tiempo .

Un nauseabundo  resplandor le mostró la frontera final del cosmos y sintió con horror como era empujado hacía la negra cloaca, donde un gusano estelar engullía  las sombras que caían en sus fauces.

Atravezó las entrañas de aquel grotesco engendro sideral escuchando aterrado la gutural carcajada que producía aquella grotesca larva mientras devoraba ríos de hedionda podredumbre celestial.

En medio de aquel abismo creyó ver un tenue resplandor que se acercaba a gran velocidad.

Amparado por aquel repentino fulgor vió aterrado como nueve serpientes oscuras se lanzaban sobre aquel pequeño destello.

Finalmente pudo ver con claridad, y reconoció en aquella luz al último cirio encendido en el ático.

Frenético, buscó en el libro el conjuro de despedida,  y mientras lo recitaba no notó como una de las nueve serpientes se lanzaba sobre la luz del cirio, dejándolo atrapado, sumido en la mas espantosa oscuridad.